Sentía el lento transcurrir de las horas. En el firmamento
millones de estrellas se cernían sobre mí y no había nadie allí para rescatarme,
para ayudarme… para alentarme.
Era una noche fría y sucia. No podía verse la luna, aunque
se presentía en lo alto de aquella cúpula oscura que caía como negro manto
sobre un mundo triste y vacío. El aullido de una loba rasgaba el sepulcral silencio
del bosque.
No tenía miedo, mas algo en mi interior suplicaba clemencia.
Era aquel mi destino, lo sabía desde siempre. Y el destino siempre ha de verse
cumplido. Obviar los sabios caminos marcados con fuego sería arduo y peligroso.
Sentía bajo mis pies el errático girar del mundo sobre sí mismo. El vértigo me
obligó a entrecerrar los ojos. Desde lo alto de la montaña pude acariciar el
cielo nocturno y susurrarle mis secretos a una estrella. Ella los guardará con
celo; ha prometido hacerlo.
Cerrando los ojos por completo intenté respirar el frescor
de la naturaleza muerta. Una súbita sensación de desamparo hizo mella en mi ser
mientras un retortijón me incomodaba cruelmente. Un malestar general se apoderó
de mi cuerpo, agarrotándome los músculos. Se acercaba la hora.
Nubarrones color azabache volaban desde el oeste. Se
aclaraba el cielo de la noche y la triste palidez de la luna despierta lo
cubría todo. Sombras, miedos y pesadillas brillaban en el horizonte. El ulular
de varias lechuzas a lo lejos, en las profundidades del bosque, resultaba
inquietante. La loba me observaba desde abajo, solitaria en la distancia.
Sonreía con maldad. Dos murciélagos enamorados volaban sobre mi cabeza. No
tenía miedo, solo un intenso malestar y una débil sensación de desamparo, que
crecía como la noche.
Una sirena me llamaba en la lejanía. El eco de la noche
magnificaba su estridente alarido. Me sentía morir y por primera vez, el peso
del miedo cayó sobre mí. Me avergüenza haber sucumbido al miedo, pues no había
nada que temer. Mi destino se acercaba.
Miedo.
La loba se asustó y con sigilo, se internó en el bosque. Ya
no sonreía. Las lechuzas se callaron, desaparecieron los murciélagos. Una suave
brisa se alzaba desde el sur acariciando mi rostro. Respiré llenando mis
pulmones de la pureza de un viento virgen y puro.
Ella se acercó por detrás, con sigilo, rodeando con sus
cálidos brazos mi cintura trémula. Estando ella conmigo nada horrible podía
suceder.
El miedo crecía, como crecía también el lamento de la sirena
al acercarse vigorosa. Aunque ella intentaba ocultarme sus lágrimas, su corazón
sangraba con desesperación. Aunque quería parecer fuerte sus piernas
flaqueaban. Contemplé su mirada dulce, acariciando su piel tenue. La besé; un
último beso fugaz, sensible. Apasionado.
El automóvil se detuvo detrás de nosotros, el silencio se
impuso cuando apagaron la sirena. Dos hombres perfectamente uniformados
descendieron con paso decidido del coche. No me resistí porque no temía lo que
estaba por llegar. Entré al coche por mi propio pie, sin mediar palabra. En el
borde del bosque sombrío la loba contemplaba inmóvil la escena.
Ella lloró desconsolada, contemplando con impotencia el
descender del automóvil por la ladera de la montaña. Sus piernas flaquearon y
cayó de rodillas en la fría y dura piedra, haciéndose varias heridas que
comenzaron a sangrar. Acariciaba sus labios tratando de sellar en ellos el
sabor de mi boca. Se clavaba las afiladas uñas en las mejillas, haciéndose
sangre. Lloraba. Sabía que el llanto, en ocasiones, curaba las heridas más
profundas.
Piedra fría y duro acero se cernían sobre mí. Hierro en los
puños, en los pies y en los ojos. No era horrible, tampoco placentero. El viaje
había sido confortable. Ellos no hablaban, yo tampoco. No tiene sentido hablar
cuando nada hay que decir.
Sentado en el suelo escuchaba la huida del miedo. Él sí que
había llorado, golpeando con sus puños las rejas. Él sí suplicaba clemencia.
Trataba de eludir su destino, que es el mío. No obtuvo respuesta; no obtuvo
nada. No se lo he permitido. Aún cuando la presión y el agobio hicieron presa
de mí mantuve la compostura, el silencio. No lloré porque mis ojos estaban
secos. No sentí porque mi alma se había vaciado antes de entrar allí. Existían
más muros que me separan de este mundo aparte de las paredes y el acero. Mi
humanidad me abandonó cuando cometí mi pecado.
La celda era fría, la manta olía a muerte y a oscuridad, a
podredumbre. Una humedad fría calaba los huesos doloridos. No lograba conciliar
el sueño. No me extrañaba pero tampoco me resultaba molesto. Quería dormir y lo
necesitaba. Lo intentaba.
Pero la celda era demasiado fría.
Como fría era la piedra donde, bajo la luna muerta, ella no
había dejado de llorar. La loba se acercó, pero ella no se asustó, sabía que
aquella loba ningún daño le haría. A su lado el animal aullaba cantando al
viento sus penas. Ella no detuvo su llanto amargo. Dos lobas heridas en lo más
profundo del corazón, los dos lamentos de las lobas se entrecruzaron en la
noche. La alegría abandonó el lugar.
La pesada losa del futuro incierto amanecía sobre mi cuerpo
desnudo. La noche formaba parte de un extraño sueño. ¿Había tenido una vida más
allá de este lugar de acero y piedra? ¿Había conocido alguna vez la libertad?
Mis preguntas no obtuvieron respuesta. Abrí los ojos. Agua templada cayó sobre
mi cabello, acariciando mis manos, recorriendo los senderos de mis abdominales
definidos, deteniéndose en cada rincón de mi sexo flácido y muerto. Otros
hombres me observaban con lascivia. Algunos de ellos esbozando pícaras sonrisas
bajo sus miradas ardientes. No me asusté, no había nada que temer. Estaba
preparado.
Uno de ellos se acercó. Era atractivo. Estaba desnudo pero
su sexo, a diferencia del mío, no parecía muerto. Me ofreció cortésmente su
ayuda mientras tomaba entre sus manos una esponja seca. Cortésmente le rechacé
y el volvió a mirarme, sentándose luego. No dejó de contemplar mi cuerpo.
Podría haberme sentido incómodo pero esas banalidades no me preocupaban en
absoluto.
La pesada losa del futuro apremia.
El juez escuchó mis razones, atento. Una mujer me observaba
en la soledad de la sala. No era ella, porque ella permanecía dormida sobre la
fría piedra en la ladera de la montaña. Un hilo de saliva caía sobre su pecho.
La loba lamía su rostro húmedo de rocío y lágrimas.
El juez emitió su cruel veredicto. Sonreí.
Sobre la piedra desnuda el sol acariciaba su rostro, mas
ella no despertó. Sus ojos permanecieron cerrados, sus labios fríos, su rostro
contraído por el dolor. Yo en la soledad de una celda, ella en la soledad de la
fría muerte. Tan injusto como poético.
Pienso.
Muchos años permaneceré en mi celda fría. Su esqueleto se lo
llevará el viento mientras el mío se pudrirá en esta celda. Su cuerpo será
presa de las aves carroñeras mientras el mío será contemplado por hombres
esclavos de un hambre que no pueden saciar. Algún día lograrán su objetivo y
probarán con ansia mi carne trémula.
En la quietud del bosque la loba ha muerto de pena y una
lechuza de plumas blancas llora su pérdida. El ave fénix canturreaba en los mitos
mientras lloraba la lechuza. Sobre la fría piedra los carroñeros devoraron los
cuerpos femeninos. Rasgando la carne, saboreando los huesos, derramando su
sangre. Las horas pasan, los días corren… El impasible correr del tiempo.
Diez años no son nada comparados con los milenios de
historia de este mundo. Han sido largos y difíciles para mí. De nuevo la brisa,
de nuevo el sol, la palidez de la luna, el olor de la naturaleza. De nuevo el
susurro del viento, los cantos de las lechuzas, el vuelo de los murciélagos.
Ya nunca más se escuchará en la brisa de la noche el lamento
de la loba, ya nunca recuperaré la caricia de la mujer.
En lo alto de la montaña me aguarda fría e impenetrable la
piedra. Desde allí, con el valor en una mano y el miedo en la otra, contemplaré
el atardecer teñido de rojo, como la sangre derramada allí por la pena del amor
perdido.
El destino se ha cumplido.
Siento las horas pasar. En el firmamento las estrellas se
ciernen sobre mí. Sin temor ni desamparo, tan solo el trágico camino de la
inquieta soledad, el silencio respetuoso por la ausencia del lamento de la loba.
*Relato escrito en el año 2008...
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