Antes de abrir los ojos, en ese
breve segundo en que nuestra mente se pierde en la frontera entre el sueño y la
vigilia, cuando lo real y lo imaginario se unen, supe que no me gustaría el
mundo que aguardaba tras la oscuridad de mis párpados cerrados.
Lo sentía en los brazos y las
piernas, en el pecho. Mi corazón palpitaba con furia, excitado por la realidad
más cruda y fría. Siempre he sabido que mi cruel destino me llevaría a un
momento como aquel, jamás había sentido miedo ante los acontecimientos que se
precipitaban ante mis ojos. Sin embargo saberme allí, en el epicentro del
reverso más sádico del un mundo cruel, me causaba pavor.
Porque una vez allí, no había
vuelta atrás.
Todo estaba perdido.
La sangre manaba de heridas que
ni siquiera tenía en mi cuerpo. Aquellas que sí estaban allí simplemente no
sangraban, pues mis venas agotaban su líquido rojo y coagulado. Eran mis
últimos segundos. La última oportunidad de contemplar el mundo.
Abrí los ojos con temor, esforzándome
al máximo por no pensar en nada. Y eso me rodeaba, la nada más impenetrable,
una oscuridad espesa. No había viento, ni cielo ni tierra. No había nada. Solo
sentía el lecho de madera sobre el que reposaba mi cuerpo desnudo. Solo sentía
mi propia presencia, el esfuerzo de mis pulmones por respirar un aire
perecedero.
Yo sabía lo que ocurría a mi
alrededor. Era consciente aún sin serlo. Sabía que aquel era mi destino porque
había cometido un terrible error. Había confiado a mis enemigos la verdad de
mis temores más profundos. Por eso estaba allí. Por eso no había nada más. Limitados mis movimientos, alcé una mano y
acaricié la superficie que me cubría, separándome del mundo real. La madera
fría y lisa se me antojaba viscosa. Tal vez fuese la sangre de mis manos y no
la madera de mi propia tumba.
Suspiré. Intenté refrenar el
miedo, acompasando mi respiración en un vano intento por ahorrar oxígeno. La
muerte había sido declarada para mí. Bajo tierra, en un ataúd sin duda hermoso,
moriría en la más inquietante soledad.
No pude evitarlo, así que grité y
arañé la madera, golpeé el ataúd con mis rodillas nudosas provocándome más
heridas. Luego me detuve. Alguien hablaba sobre mí. Quizás era mi salvador.
Chillé con furia, un interminable grito más agudo de lo normal antes de perder
para siempre la voz.
—No se preocupe —dijo la voz a
unos metros sobre mí—. Estamos haciendo lo posible para sacar el ataúd a la
superficie. ¡No se rinda!
Sonreí. Estaba a salvo.
Apenas era consciente del dolor
de mis pulmones, que tanto esfuerzo hacían por encontrar oxígeno en aquel
estrecho cubículo. Obvié la intensidad de mi claustrofobia. Intenté no pensar
en el mareo que sentía, en el dolor intenso que convulsionaba cada fibra de mi
cuerpo.
Cerré los ojos, consciente de que
posiblemente jamás volvería a ver nada con ellos. Ya no había aire. Todo era
silencio. Me relajé, me oriné encima porque ya no importaba nada más. No era
sino carne, vísceras y hueso. Mi alma volaba libre, alzándose en el viento que
azotaba mis cabellos. Sonreí. Me gustaba el viento acariciando mis heridas, mis
pechos desnudos, cada centímetro de mi piel.
Abrí los ojos. Aquel caballero me
miraba asustado, preocupado. Quise decirle que todo estaba bien, pero no pude.
Quise mirarle, aferrarme a su imagen, pero no pude. Miré la luna llena y
sonreí.
Suspiré. Llené mis pulmones de
aire puro antes de dejarme llevar por el sueño eterno. Al menos, pensé, has
visto la luna una última vez.
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