16 de diciembre de 2011

Témpanos de Hielo

En el mes del frío y la nieve, cuando el mundo parece sobrecogerse ante la mortífera mano del hielo, las temperaturas bajo cero y la lluvia siempre constante, siempre presente... los cielos se tiñen de grises infinitos, de púrpuras dolorosos, de negro... se ocultan las estrellas, se disfrazan de nubes los cielos antes turquesas y limpios. ¡Oh, Diciembre!
En sus manos frías, en sus pies descalzos, quemados por el hielo que ahoga la hierba y destroza las escasas flores... que torna en quebradizos cristales las caídas hojas de un bosque de melancolía otoñal. En cualquier parte, allá donde sus verdes ojos miran, encuentra no más que ausencia, no más que vacío...
Ha caminado un largo trayecto, avanzando contra el viento feroz. Violentas las embestidas de la vida, salvaje el abrazo del dolor y el odio... incandescente la llama de un amor que no ha existido, que se tiñe de mentira, que se vuelve traslúcido y mezquino... ponzoña amarga del corazón dolido, ausente latido del corazón en mil pedazos destrozado... ¿quién querría amarle, si no es nada? ¿Quién querría besar sus labios jamás besados? ¿Quién querría acariciar su piel fría como la misma muerte?
Es dolor y pena, pero también la naciente fortaleza de quien se sabe descubridor de un paraíso nuevo... el paraíso de la auténtica verdad, la realidad ante sus ojos, las lágrimas secas, cayendo al suelo como gotas de cristalino hielo...

Ante él se ha abierto un horizonte desolado y hermoso, donde el suelo se confunde con el cielo, donde todo es igual siendo por ello absolutamente diferente. La superficie por la que camina es deslizante y fría, cristalina bajo los rayos de un sol que ya nada alumbra, que ya no caliente su piel de porcelana. Sobre su cabeza, un millón de témpanos de hielo hacen las veces de cielo e infierno, día y noche, confusa armonía de formas que emiten destellos apagados y fulgores ya muertos.
El poder de la razón sobre la fuerza de un ideal perdido.
El romanticismo sucumbiendo bajo el yugo poderoso de la verdad. Triste, pero necesario.
¿Quién querría un príncipe cuya armadura brillante se tornará herrumbrosa? Cuyo azul desteñirá en gris y negro. Cuya lengua no emita más que mentiras, cuya figura unas veces claras terminará desvirtuándose en la niebla de un diciembre oscuro y ventoso.
Pues si algo ha aprendido de los príncipes, es que ninguno existe. Y siempre, fantasmas deformes y vacíos, se disfrazan con sus ropas y se ciñen su piel, para engañar a aquellos cuyos ojos no pueden ver la maldad, cuyo corazón no acepta la posibilidad del engaño o el abandono... a aquellos que por ser confiados son siempre los más frágiles. Y de ellos se aprovechan, y por ellos se entregan a la aventura de lo imposible, de un rayo de sol, de una simple sonrisa, una sencilla caricia, una mirada de afecto y un beso de amor.
Pero al final, el disfraz se deshace. Se destiñen las ropas, se derrama la sangre... y el fantasma se desvanece como la niebla bajo el cálido sol. Y él, que se había enamorado de un imposible que creyó posible, se derrumba en una espiral de amarguras y temores... Y piensa que no es posible, que los fantasmas no existen... y en un lecho de rosas, ante una cena ya fría a la luz de unas velas tiempo atrás consumidas, espera murmurando en silencio a un amor que nunca llega. Mientras, más allá del umbral de su puerta, el tiempo avanza, los días transcurren sin descanso... el mundo cambia, las tornas cambian... y de pronto es día como al segundo es noche... y sigue contemplando la llama inexistente de una vida que se termina.

En diciembre, cuando el frío apremia y los témpanos de hielo cuelgan de su corazón herido, toma la decisión de encerrarse a cal y canto, de cortar las vías del tren, de ausentarse de un mundo cruel. En diciembre, mientras otros brindas con champán y saborean las fresas y los turrones, desnudos amantes en una cama de lujuria y sentimiento, él se pregunta el por qué de su desdicha.
Y concluye, quizás acertadamente y tal vez por error, que la culpa ha sido siempre suya. Porque él se creyó la leyenda jamás escrita del amor eterno. Porque él confió en la quimera del romance... y por creyente, sufrió.
Y ya no quiere sufrir más. Y por ello...

No hay comentarios: