9 de octubre de 2011

La Hora

Es una noche de sábado como cualquier otra. Hace fresco, por fin parece que las noches se van acercando al otoño en el que debiéramos estar. Estoy en pijama... bueno, con una camiseta, que es mi pijama en los tiempos de frío. En verano, ni eso. En un rato, me iré a dormir.
Son las doce y media de la noche y es una noche de sábado como otra cualquiera.

Detrás de los cristales de mi habitación, más allá de la oscuridad teñida por la perlada luz de la luna, el mundo de la noche y la sangre joven se mueven al ritmo del frenetismo decadente y sexual de las discotecas. Ellos, poseedores de algo de lo que yo carezco, disfrutan de la madrugada entre copas de alcohol, cigarrillos clandestinos en las calles y una fiesta que nunca termina. Viviendo su juventud hasta el límite, como si no hubiera un mañana.
No me gusta demasiado beber alcohol. Tampoco fumo. Y desde luego, en pijama a medianoche, tampoco puedo decir que viva al límite...
Hubo un tiempo en el que yo era joven, moviéndome en la noche siempre como un pato mareado, desubicado y ausente en muchas ocasiones, pero siempre mezclado con mis congéneres, con mis iguales. No puedo asegurar que fueran tiempos mejores, puesto que en aquellos tiempos, hace unos diez años, vivía en mi pequeña burbuja donde la verdad era relativa, las mujeres deseables y los hombres inviables. Hoy que todo ha cambiado y puedo asegurar sin temores mi realidad, cuando puedo decir con orgullo que mi vida es mía, soy más feliz... o vivo más relajado... o algo así.
Pero en aquellos tiempos de oscuridad, me dejaba conquistar por las luces parpadeantes y la música atronadora, y a mi modo patoso, bailaba. No bebía demasiado, porque no me gustaba el alcohol... si bien cuando bebía, tampoco notaba efecto alguno a excepción de una extraña facilidad para reírme de mí mismo. Es igual. La cuestión es que por aquel entonces, yo vivía mi juventud.
Hoy en cambio, parece que he renunciado a ella. Soy un viejo. Y tengo veintiséis años. Es triste, si lo piensas, vivir los fines de semana en la cama, a solas, leyendo o soñando.

Hace ya varias semanas que un cambio se huele. O más que un cambio, la necesidad de que se produzca uno. Es el cambio siempre pospuesto, tal vez por la inseguridad de no saber cómo hacerlo, o por el temor a que no salga bien. Maldito miedo que siempre me frena. Maldita prudencia que solo me llena de dudas, de lo que podría haber sido, de lo que ha sido, de lo que es y lo que será.
Esta misma semana he vuelto a probar las mieles de la vida nocturna, si bien a modo de relajada cena, pero nocturna al fin y al cabo. Una mesa, llena de amigos y conocidos que podrían llegar a ser amigos. Con ella y con él. Con ellas. Con ellos. Nunca un sandwich vegetal había tenido tanto sabor a aceptación, ni una risa había conseguido relajarme tanto.
Tal vez por eso hoy, un sábado como cualquier otro, pasada ya la medianoche y con el pijama puesto, pienso en ese cambio que nunca llega, que se retrasa, que se frena. Y me doy cuenta de que ya es la hora de vencer el miedo, de enterrar los temores... y de salir a flote por mis propios méritos.
El cambio por el cambio nunca va a llegar. Yo debo luchar por él, moverme, sentirlo... y vivir ese cambio en mis propias carnes.

En casa, en una noche más otoñal que nunca, con la luna tiñendo de plata el mundo donde otros juegan a ser felices... se huele en el viento fresco el cambio que nunca llega, acercándose lentamente al escritor solitario. Porque la soledad, hasta hoy querida y aceptada, empieza a sentarme como una prenda demasiado ceñida, impidiéndome respirar.
No quiero convertirme en el viejo huraño de un edificio con olor a meado de gatos. No quiero convertirme en el viejo verde que frecuenta las páginas de contactos a la caza de hombres jóvenes. No quiero ser la persona que me mira hoy al otro lado del espejo. Un joven envejecido, con el rostro cansado y la mirada apagada, rendido a la evidencia de un futuro que en nada se diferencia a lo que ya es. Me niego a quedarme solo, o a dejarme morir, por miedo a un rechazo.
Y ahora que se lo que no quiero, ahora que lo que quiero es evidente... ha llegado la hora de empuñar las armas, y jugar las últimas cartas de un juego cuyas reglas van mutando con el devenir de los tiempos. Es un sábado por la noche, como otra noche cualquiera.
Y sin embargo, no puedo dejar de advertir su diferencia.

La hora ha llegado.

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