18 de septiembre de 2011

Punto y aparte

Es el fin del verano, el último día de vacaciones. Mañana comenzaremos la rutina diaria de clases y apuntes, de exámenes y trabajos. La vuelta al estudio, la preparación última de nuestro futuro. El primer día del último curso (con suerte) de nuestras vidas. 
Quizás por ello, y por todas las decisiones que se ponen en marcha con el inicio del curso escolar, tengo más ganas que nunca de comenzarlo, y de terminarlo. Quizás por ello, este último domingo de verano y vacaciones se hace particularmente extraño. 
Será muy raro volver al mismo instituto después de tres meses lejos de allí. Reencontrarse con los compañeros, para comenzar de nuevo. O para seguir allí donde lo dejamos. Ahora lo pienso y me doy cuenta de que en junio no afrontamos un final, sino una pausa. Un silencio que mañana termina, y nos deja donde estábamos. Tres meses más viejos, con tres meses de experiencias veraniegas, pero en el mismo lugar (cuatro pisos más arriba).


Todo huele a final, aún antes de haber comenzado. 
Tal vez sea normal, después de veintiséis años estudiando, tras tantas dudas y errores académicos. Ahora que, al fin, parece que he encontrado algo que me gusta y me apetece hacer. 
Se hace extraño pensar que, dentro de un año si todo ha ido según lo planeado, no habrá exámenes a la vuelta de la esquina, o apuntes, o vuelta al cole. Dentro de un año tal vez ni siquiera esté aquí, donde ahora estoy. Quién sabe. La vida gira continuamente, jugando su propio juego. 
Lo que está claro, ahora, en este momento y a escasas horas de volver, es que todo huele a final. 

Ha sido el olor del verano. Tras el olor de la música, de los conciertos, de las playas, de las palomitas de cine, de las comidas familiares, las fiestas, las discotecas, las charlas entre amigos, los reencuentros, el nacimiento de una sobrina, las despedidas, los cafés, los mensajes, las personas que han entrado o salido de mi vida, las relaciones, los descubrimientos... Tras cada uno de los aromas de un verano como otro cualquiera, pervivía siempre ese olor al final. 
El final de un tiempo. El final de una larga etapa de mi vida. Ese final que se rubricará con el final de un ciclo. 

Y al final, siempre se dedica uno a pensar en lo que ha sido, a fantasear con lo que tal vez sea... y a olvidar lo que es. 
Al final, pienso. 

El sueño, aquel sueño hace tanto tiempo imaginado, se acerca. No me refiero tan solo a la posibilidad de publicar mis novelas, o ver cómo se ruedan los guiones de cine que escribo, o a conseguir un contrato con un editor o una publicación. Me refiero al sueño de volar, lejos, y empezar una vida de cero. Una vida mía, según mis normas y sobre todo, alejada de las máscaras y los disfraces que he utilizado durante estos años. Ahora que el mundo conoce mi verdad, todo es tan raro por aquí y se hace tan difícil a veces separar la realidad de la ficción... Lejos, muy lejos, podré ser yo sin temores. 

Ha sido un verano musicalmente duro. A los ocho años, un día como el de mañana, pedí a mis padres que me apuntasen en la escuela de música porque yo quería sentarme en el escenario en el que mañana me sentaré, con algún instrumento, a tocar conciertos. Parece que fue ayer cuando dije aquellas palabras, y parece que fue ayer cuando me senté en aquel escenario por primera vez, y toqué mi primer concierto. 
Han sido sin embargo, muchos años invertidos en la banda, muchos años de experiencias, de amigos, de confidencias, de música. Casi trece años, si mi memoria no me falla, más si contamos los años previos de formación. Y en trece años, una vida. Una vida de alegrías, de risas, de fiestas y recuerdos imborrables. Una vida en la que hubo altibajos y auténticas depresiones, pero eso es la vida... dicen. He pasado momentos en los que desearía no haberme sentado nunca en aquel escenario, y otros en los que me he sentido increíblemente afortunado por haber sentido el flechado de la música. Allí, sobre el escenario, residen amores y amistades, profesores de los que he aprendido más que música, más que vida. Allí hay casi hermanos y hermanas, almas gemelas algunos y algunas. 
También allí residen aquellos que supieron, casi antes que nadie, mi verdad. Por ellos me he sentido querido, realizado. Y aunque hubo momentos difíciles, respirar el final de una época tan larga y fructífera de mi vida se hace duro, y no dejo de pensar que quizás aunque esté lejos, quizás aunque todo salga bien y el final sea también su final para mi, va a ser duro, muy duro... y en el fondo, lejos o cerca, fuera o dentro, la música de esos maestros que han sido, de los que aún son y de los que pronto serán, sonará siempre en mis oídos recordándome que he sido, que todavía soy, y que de algún modo atemporal siempre seré. 

Me he puesto melancólico al pensar en los finales que aún no han llegado, pero que se acercan lentamente. 

Me doy cuenta de que, en este verano de olor tan extraño y sentimientos encontrados, me he equivocado muchas veces de estrategia. 
Saber que es un verano irrepetible, que tal vez el próximo sea completamente diferente en tiempo y lugar, me ha llevado a sentir cosas que no sentía desde hace mucho tiempo, si es que alguna vez las he sentido. Y por hacerlo más fácil he intentado construir barreras y alejarme de todo y de todos. He puesto distancia entre aquellos amigos a los que tanto quiero. He dejado llamadas sin contestar, mensajes olvidados, palabras sin decir y momentos que ya se han perdido en el olvido de la memoria. 
Para hacerlo fácil. Algo imposible. 

Pero no importa. 

Aún cuando huela a finales, todavía quedan meses de posibles principios, meses de continuidad, meses del aquí y el ahora, con el mañana a la vuelta de la esquina y el pasado a la espalda... pero sin importancia. Hoy. Mañana. Un año. 
A un año de un final y un inicio, pienso mucho. Y aunque ese final definitivo y extraño se acerca, aún estando tan lejano... hoy no pongo un punto cualquiera al verano de 2011... sino que pongo un punto y aparte. 

Y en este punto, toca saltar de nuevo... a la aventura de un año muy intenso e importante por vivir. 

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