15 de marzo de 2010

¡Solo sueños!

En mis sueños apareciste, ángel de amor, llenándome de una felicidad que creía inalcanzable. Me entregaste su cuerpo, su alma y su corazón. Ante mí dejaste al ser que me enloquece, cuya simple imagen me hace vibrar. En sueños, ángel de amor, me hiciste feliz.
En la más oscura noche, donde la luz más brillante se apaga, me despojé de la cobardía y la vergüenza y, puro, me entregué al amor carnal y el deseo irrefrenable de ser por siempre suyo. Creyéndome feliz, soñé.
La mañana me devolvió a la realidad. Su luz, fría y melancólica, me despertó a bofetones. Se ha ido, ángel de amor. No, no se ha ido, pues jamás se tumbó a mi lado. Jamás besé sus párpados cerrados, o acaricié su cabello sedoso.
Pues la vida que creí feliz, era un sueño.
Y en la mañana, esa terrible mañana de marzo, la vertiginosa y cruda realidad cayó sobre mis hombros y supe, de algún modo inexplicable, que dicha felicidad jamás sería mía. Porque no busca lo que yo busco, ni quiere lo que yo quiero.
¡Oh, ángel de amor! Si en esta noche aciaga decides tomar partido en sus sueños, susúrrale mis sentimientos y dile, aunque no quiera escucharte, cuánto amor late en mi pecho. Si te cuelas en su sueño, muéstrale mi imagen y dile, ángel de amor, que soy suyo.
Y que pronto, muy pronto, lo sabrá.
¡Vaya, si lo sabrá!
Pues mi mente, torturada por la cobardía y flagelada por el miedo, comienza a afilar sus armas. Porque estoy cansado de perder, de rendirme antes de llegar al terreno de juego. He bajado la bandera blanca y, en estos momentos, se iza en mi barco la tela negra con calavera y huesos.
¡Qué digo! Me puede la locura.
No me hagáis caso. El sueño escurridizo provoca esta verborrea sin sentido. O tal vez, persiguiendo al sueño esquivo, he alcanzado la mayor lucidez. Quién sabe.
Algo se, sin embargo.
Que te quiero.
Nada más que eso.
Nada menos.
Que te quiero.

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