4 de marzo de 2010

La necesidad de un café…


¿Cuántas veces habré criticado yo esa obsesión del escritor por las ruidosas cafeterías? ¿Cuántas veces he pensado que un escritor, en un lugar tan concurrido, solo pretende llamar la atención? Sí, eso pensaba. Ahora se me echarán encima todos los escritores del mundo adictos al café…
Y sin embargo, ahora soy yo el que necesita café, café y más café.
Es el líquido de la inspiración. Y no solo eso. El trabajo del escritor —ya sea narrador o guionista, que ahí estoy yo, entre las dos aguas— se caracteriza por la soledad de un proceso largo. Desde que escribimos la primera palabra hasta que nos damos por satisfechos con la última corrección, a menudo preferimos resguardarnos del ojo público, evitamos hablar de ello, podría decirse incluso que nos escondemos.
Yo no.
Es la verdad, no quiero presumir de ser diferente, no lo soy, me suceden las mismas cosas que a los demás miles de escritores del mundo.
Yo no suelo pasarme semanas encerrado en casa, escribiendo una obra de arte o un churro descomunal. Yo prefiero reunirme con mi “comité de sabios” en la cafetería de siempre y, entre críticas a películas y confesiones secretas, tal vez hablar un rato —o toda una tarde— de los proyectos que manejo en las horas que dedico a diario a la escritura.
Antes no era así. Hace como tres años, tal vez más —no lo recuerdo… el tiempo pasa tan rápido—, apenas hablaba de lo que escribía. Con nadie. Es posible que nadie me tomase en serio, que las respuestas ante cualquier comentario respecto de mi nueva novela o mi última ocurrencia literaria, fuesen condescendientes, irónicas e incluso inexistentes. Era así. Nadie se tomaba en serio que el chico tímido quisiese ser escritor.
Entonces encontré a mis tres almas gemelas, las tres personas que no solo se han tomado la molestia de leer prácticamente cada palabra de lo que he escrito, sino que me han ofrecido intensas conversaciones sobre los puntos positivos y los negativos de cada trabajo. Jamás olvidaré la conversación mantenida con Diana, durante más de tres horas, con la novela encima de la mesa. Me sentí emocionado, extasiado porque alguien, al fin, me tomase en serio.
Quizás por eso, porque con tazas de café —o infusiones— delante he obtenido cierto nivel de reconocimiento, al menos en el micro-mundo de la amistad, por lo que he empezado a cogerle el gusto a las cafeterías. Y no por presumir de lo que escribo, o por llamar la atención, ni por sentirme menos solo en la inevitable soledad del escritor. Me gusta mimetizarme con la pared, sentirme en el centro de la nada más bulliciosa. Y entre sorbo y sorbo, plasmar algunas ideas en un papel.
Nunca escribo en las cafeterías. Es decir, no me siento a redactar en serio las historias, solo esbozo escenas, anoto ideas, creo personajes, incluso corrijo textos ya escritos o esquematizo mis próximos proyectos. Ahora, por ejemplo, cuando voy a las cafeterías y estoy solo, divido mi novela en escenas para luego, con calma, crear el guión perfecto. En casa, en la soledad y el silencio, es cuando me pongo en serio y escribo de verdad.
Hay muchas cafeterías, pero solo en una vibran la inspiración y la creatividad, solo en una siento el caluroso y refrescante influjo de las musas. ¿Debo decir en cuál? Es mi secreto. Nuestro secreto. Nada más.
P. S: Gracias por tantas y tantas tazas de café.

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