8 de marzo de 2009

CUANDO SE APAGUE LA LUZ

Estoy solo en una habitación sin muebles. Solo hay cuatro paredes con la pintura desconchada. Se advierten trazas de un beige oscuro, o de alguna tonalidad pastel. El suelo es de linóleo, oscuro y frío. Lo se porque estoy tumbado sobre él completamente desnudo, expuesto a ojos del mundo aunque nadie pueda verme.
No hay ventanas, tampoco hay una lámpara en el techo, ni siquiera una bombilla, pero aún así la habitación no está a oscuras. En un rincón, en el suelo, una pequeña lámpara de gas está encendida aunque la llama es prácticamente invisible. De ahí proviene la mayor parte de la iluminación. Por la rendija inferior de la única puerta también entra la claridad del día, o quizás sea la iluminación fluorescente de un pasillo. No soy consciente de cuál de estas posibilidades se acerca más a la verdad.
Hace siete días (o tal vez sean siete años) que no recibo visitas. Mi móvil, apagado, yace junto a la lámpara de gas. A su lado hay un pijama blanco y unas zapatillas de casa, pero no hay ropa interior ni calcetines. Me pregunto la razón de este encierro mientras una fuerza invisible me oprime los pulmones.
Me ahogo.
Intento gritar, pero de mi boca solo sale aire. La llama de la lámpara de gas tiembla, creando sombras inquietantes en la habitación vacía. Luego se extingue, dejándome prácticamente a oscuras, en la penumbra de la luz exterior.
Estoy muerto.
La presión en los pulmones crece, al tiempo que escucho el palpitar de mi corazón como si fuese un lejano tambor. Poco a poco este sonido crece, acercándose más a donde me encuentro tirado. Me siento, esperando que algo suceda. El olor a gas resulta relajante, aunque soy consciente de que podría morir al inhalarlo. Me da igual. Había pensado muchas veces en la posibilidad de morir de este modo. En soledad.
El tambor deja de sonar. ¿Estoy muerto, al fin? Me pellizco la prominente barriga, siento el dolor provocado por los impulsos nerviosos. No he muerto, porque en la muerte todo ha de ser paz y alegría. La presión en los pulmones se mantiene estable, el dolor decrece. La puerta se abre y entra ella. Pero me siento solo, aún cuando no deja de entrar gente a mi refugio de soledad y autocompasión.
—¡Escritor! —dice la primera lectora—. Sal de tu letargo.
Niego con un gesto y cierro los ojos. El silencio se apodera de mi refugio. Lloro sin lágrimas porque soy consciente de la multitud que me rodea. No quiero ser vulnerable, no quiero que sepan que estoy deprimido. No quiero que me vean desnudo.
Intento alcanzar el pijama blanco, pero tropiezo con pies y piernas de gente a la que no quiero reconocer. Están todos allí, los buenos y los malos, los cercanos y los lejanos. Son fantasmas, pienso en silencio.
—¡Fantasmas! —grito al fin, furioso.
Abro los ojos y esto solo. Completamente solo en una habitación sin muebles. El suelo es de linóleo, oscuro y frío. Lo se porque estoy tumbado sobre él completamente desnudo, expuesto a ojos del mundo aunque nadie pueda verme.

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