22 de febrero de 2012

El perro en la puerta sin perro


Aquella mañana, por alguna extraña y, cuanto menos, absurda razón, un perro se había sentado sobre el felpudo, ante la puerta cerrada de la casa en la que vivía. La puerta era de madera descolorida, tantas veces había sido pintada a requerimiento de quien allí vivía, que era él. Cada semana, cuando no cada día, él llamaba a un pintor del pueblo y exigía con voz pomposa un color nuevo para la madera. A veces pedía un llamativo rojo que contrastaba con la bronceada aldaba, o el rojo de las pasiones, un rojo alegre o un atrevido rojo. Otras veces se decantaba por un negro elegante, que se tornaba en negro fúnebre o negro soledad, según le viniese en gana al ilustre zoquete que tras la puerta pintada mil veces vivía. La última vez que había pintado su puerta, había pedido un verde especial... 

-Quiero una puerta verde -había dicho-. Pero no un verde cualquiera. Debería ser el verde esperanza, pero desesperanzado. El verde de la menta fresca cuando ya se ha secado, o el verde de las praderas en las que ya no crece la hierba. Sí, quizás el verde del agua estancada cuando todavía está clara y pura, o el verde de las algas que infestan las playas en las que no hay algas. No se si me explico...
Y el pintor, estupefacto, se rascaba la cabeza con la brocha en una mano y asentía, tonto de él. ya se preocuparía más tarde, al llegar a su almacén, de elegir un verde ni muy oscuro ni muy claro, ni muy alegre ni deprimente, ni verde ni no verde, para pintar la puerta de gris.
Gris perla, que no gris plata, y ni por esas.
De cualquier modo, allí estaba el perro, sentado sobre el viejo y mohoso felpudo, ante la puerta de pintura desconchada. Mil capas de pintura, mil colores diferentes, y la puerta simplemente, parecía sucia. Muy sucia. Como el felpudo.
El perro tenía los ojos tristes, húmedos y bizcos, y con ellos contemplaba ausente la vida que ante la puerta transcurría con normalidad, ajena a la existencia de un triste perro. Su pelaje antaño brillante era ahora seco y quebradizo, del color de la ceniza y de la tierra seca. Las orejas, caídas. El rabo, muerto. De haber tenido moscas revoloteando sobre su cabeza, habría sido un ejemplar de perro muerto. Pero estaba vivo, a pesar de las apariencias.
Cuando él salió a la calle, dispuesto a comenzar su día, por poco no pisa al pobre perro. Y, de haberlo pisado, el perro ni se habría inmutado. digo más, incluso tal vez, habrían mostrado sus ojos una sinfónica alegría al sentir en su cuerpo el tacto de un ser humano.
¡Pobre perro, tan solo, allí abandonado!
Él miró al perro, y de un manotazo trató de ahuyentarlo. Pero el tonto del perro no se movió. Tan solo un pestañeo, breve y conciso, para señalar que sí, había entendido las malas intenciones del hombre pero no, no contaba entre sus planes con moverse del felpudo, mohoso y sucio, aunque cómodo.
El hombre se rascó la cabeza, y cerró la puerta. Se lamentó al ver el gris tan mezquino que el pintor había elegido para su puerta.
-Gris... ¡Gris! -exclamó furioso-. Que alguien me explique en qué se parece este gris tan anodino al verde sin verde que yo necesito. ¡Verde, verde he pedido! ¿Tú lo entiendes, extraño perro?
Y el perro negó lentamente. Quizás porque había entendido la pregunta, o porque algún insecto le molestaba junto a las orejas caídas. Pero negó. Y el hombre se asustó.
"Este perro me entiende. Maldito chucho que ni se mueve. Me entiende".
Llamó el hombre al pintor y, durante cinco minutos y cuarenta y dos segundos exactos, gritó sin parar hasta dejar bien claro que el verde es verde aún sin ser verde, y que en nada se puede relacionar o confundir con el gris.
Más relajado tras tanto grito, el hombre se sentó junto al perro, suspiró, y se abandonó al escaso y pueril placer de contemplar la vida rebosante de las calles.
-Qué cosas tiene la vida, ¿no es cierto, chucho compañero?

Pero a su lado, en el felpudo mohoso ante la puerta de un gris triste y anodino, no había ni hubo nunca, un perro.

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