Historia de la triste Adamae
Adamae me llaman. De mi se ríen, Adamae…
de mí… y no saben nada.
Adamae, siempre Adamae…
Lo tuve entre mis brazos y lo perdí. Dejé
que se escurriera su fina y dulce piel entre mis manos manchadas y viejas. Dejé
que se filtrasen sus llantos en mis oídos. No supe ver lo que acontecía.
Es ya demasiado tarde para derramar tantas
lágrimas. Carecen de sentido. Absurdas son…
Los recuerdos son otra cosa… los
recuerdos nos persiguen eternamente. A mí me perseguirá su mirada inocente
hasta el mismo día en que deje este mundo. Es el alto precio que he de pagar
por mi descuido, por mi desgracia.
Soy quien soy por el: Adamae…
Lo he visto nacer de mis inmundas
entrañas. Su padre se había marchado meses antes con una fulana de mala vida,
vientre desvaído y profundas ojeras. Una mujer de la calle, una mujer
cualquiera. No le he visto nunca más ni ganas tengo de verlo. Me repugna su
nombre, me repugna percibir tan solo el acre olor que dejaba al caminar, un
olor nauseabundo de perfume astillado mezclado con el sudor de las axilas
infestadas de maliciosas bacterias e insana podredumbre.
No tuvo el valor de decir adiós. Ni
siquiera se dignó a darme una explicación. Me sentí terriblemente sola y
abandonada, mi pequeño querubín. Sentí por vez primera el dolor de una pérdida
y el yugo de un destino plagado de desdicha. Quise poner fin a mi vida y lo
hubiese echo de no ser por ti.
Estaba yo al borde del puente más alto
sobre el caudaloso río, allí donde las feroces aguas chocan violentamente
contra las afiladas rocas. Miraba el atardecer entre lágrimas y miedo. Miedo
pero no dudas, tesoro mío. Aquello era lo que debía hacer, pequeño querubín.
Era el término de las desgracias, el punto y final a una vida inmerecida. Supe
que mi muerte sería dolorosa pero no lloraba por eso. Lloraba porque mis sueños
rotos se entremezclaban con el recuerdo y el dolor de su marcha.
Y entonces lo supe.
Estaba a punto de saltar al vacío acuoso
y las rocas afiladas cuando algo apareció en mi mente, un destello, una luz.
Era un brillo nuevo, el amanecer en pleno nacimiento de la noche.
Nunca sabré cómo, mi pequeño querubín,
supe que tú estabas aquí dentro, en mis entrañas.
Sujetándome con fuerza al borde del
abismo me giré. Un hombre me miraba confuso desde el borde opuesto del puente.
Se acercó con sigilo, procurando no asustarme. Me tendió una mano ruda y
áspera, una cuerda de salvación a la que sujetarme para no caer. Y la acepté.
Acepté su ayuda pero no lo hice por mí, querubín, sino por ti.
Saberte en mi interior, creciendo
lentamente hasta convertirte en un bebé… darme cuenta allí, al borde mismo de
la muerte de que tu destino estaba ligado al mío. Tú hiciste cambiar la
perspectiva que tenía yo de la vida y el mundo. Supe desde el primer momento
que mirarte a ti sería como mirarle a él, pero era un precio pequeño comparado
con el infinito placer de sentirte mío.
Llegaste al mundo un soleado día de
abril. Naciste en una pequeña casa de madera situada en las afueras del pueblo.
Ahora ese lugar no existe, pequeño querubín. De haberlo conocido te habría
gustado, sin duda. Era un lugar acogedor desde el que se escuchaba el claro
rumor del río que no hacía más que recordarme la desdicha que había sufrido.
Los dolores de parto eran insufribles y todo a mí alrededor se tambaleaba
peligrosamente.
Pensé que nunca podría hacerlo, temí
morir trayéndote al mundo. Lloraba amargas lágrimas arrepintiéndome incontables
veces por mi cobardía. Si hubiese saltado al vacío, si hubiese puesto fin a mi
vida no habría padecido más dolor.
Como un
lamento mudo, una muchacha te ayudaba a salir de mí. Tu primer llanto
era una clara melodía en mis cansados oídos. Ya no había oscuridad en el
horizonte. Ya nadie podría dañarme jamás, pues ahí estabas tú en mis brazos
entregándome la imagen más hermosa que una mujer puede contemplar: el fruto de
su vientre, el rostro de un hijo.
Pequeño querubín te quise nada más verte.
Tus pequeños ojos cerrados, tus diminutas manos arrugadas, tu piel ligeramente
enrojecida por el esfuerzo del alumbramiento. Nunca llegué a decidir un nombre
querubín, pero si lo hubiese hecho te habría llamado sin duda alguna Lucio,
pues significa luz y eso eras para mí: la luz que lo iluminaba todo.
Durante toda aquella mañana te besé mil
veces, acariciando tu piel con mis manos entonces jóvenes. Quise cerciorarme de
la verdad de tu presencia. Temí que no eras más que un sueño que se
desvanecería en cualquier momento. Pero eras tan real como mi propia felicidad.
Tu olor era embriagador y apetecible, tierno y no acre como el nauseabundo olor
de aquel que te concibió. Me alegré, pues al menos en algo no te parecías a él.
Te di el pecho en las primeras horas y
sentí tus labios en mi seno sensible. Aún cuando ya no estabas dentro de mí
eras una extensión de mi cuerpo. Te alimenté con los jugos de mis adentros y
muy poco a poco creciste fuerte y sano. Tus ojos eran los míos, insondablemente
castaños. Los míos eran vulgares, los tuyos divinos. Eran tus mejillas
sonrosadas como las de tu borracho padre, pero tus labios eran tal cual los
míos. Y tus manos también, con el meñique ligeramente torcido hacia dentro. Y
tenías el cabello liso y negro como el mío.
Viendo cómo crecías asemejándote cada vez
más a mí, supe que nunca me recordarías a aquel hombre que maldijo mi
existencia. Su embrujo resultó hechizo de buena fe pues aunque partió y nunca
más supe de él, te dejó antes en mi vientre. Y solo por eso le estaré
eternamente agradecida. Aunque sienta hacia su persona un odio imposible de
plasmar con palabras y en una hoja en blanco.
Mi pequeño querubín, siempre fuiste
adelantado y valiente. Apenas tenías seis meses ya gateabas de un lado a otro,
sujetándote a las mesas y las sillas para ponerte en pie y tambaleante, dar
tres o cuatro pasos y caer. Pero no lloraste nunca al tropezar. Volvías a
intentarlo una y mil veces, como si supieses que eso era la vida: caer y volver
a levantarse.
Mis padres nunca aceptaron tu llegada y
nunca vieron el angelical rostro de su nieto. Eras hijo del pecado, nacido de
una relación insana. Me despojaron de apellidos y hasta de mi nombre, me
apartaron de quien era hasta ese momento.
De nuevo sola, pero esta vez contigo. No
me dolía perder a mis padres pues nunca mantuve una buena relación con ellos.
Ahora que lo pienso tal vez ha sido mi culpa.
Cuántas veces me advirtió mi madre que él no era un buen hombre. Cuántas me
dijo mi padre que me harían daño si me comportaba de aquel modo que yo creía
moderno y él, atrevido y libertino. De haberles hecho caso nunca hubiese caído
en el abismo. Pero de haber sido una niña buena y recta nunca te habría mecido
en mis brazos, pequeño querubín. Y de esto solo puedo sacar una conclusión: son
nuestros errores los que marcan nuestro destino. Desobedecer a mis padres tal
vez ha sido un error, como lo sería sin duda amar a tu padre. Pero de ese error
naciste tú, la bendición de mis días oscuros.
Adopté el nombre de Adamae, un nombre que
dicen, no existe. Me da igual. Adamae significa madre feliz y yo lo era. Lo
era, querubín. Lo era.
Pero también era una mala madre que no
supo ver la oscuridad que firmemente acechaba tras cada esquina.
Aquel día brillaba un sol tormentoso.
Decían los ancianos vecinos que el calor asfixiante traería lluvia. Y así fue.
A media tarde, cuando la intensa esfera roja caía en el horizonte, unas nubes
negras descargaron toda su crueldad sobre el pueblo y sobre nosotros.
Cayó la noche mojada y no brilló la luna
llena. En la ventana de nuestro dormitorio graznaba un cuervo negro con las
alas plegadas. Era el suyo un llanto apagado. Te atraje hacia mí y te arropé.
Dormías con un dedo entre los labios y una media sonrisa que me tranquilizaba.
Y me dormí entonces sin saber que aquella
noche el destino jugaría de nuevo sus cartas. Dormí sin miedo ni temor y soñé
con tu padre. Y me desperté en plena noche y ya no llovía pero tampoco
brillaban las estrellas ni la luna. Era una noche oscura. Te besé la frente fría
y me levanté para buscar un vaso de agua a tientas pues no había luz y las
velas se habían consumido.
Frío… frío que inunda mi corazón.
Era una noche inquieta. Caminé descalza y
en puntillas, evitando hacer ruido alguno para no despertarte.
Frío en las venas, sangre helada y
veneno.
Entonces, como al borde del puente un año
antes, supe lo que había pasado. Corrí a la cama mientras un rayo partía el
cielo negro en dos. Te cogí en brazos mientras otro rayo me partía el alma.
Pequeño querubín, con tu cuerpo sin vida
entre mis brazos dormí aquella noche, sentada en el suelo. Con tu cuerpo muerto
desperté a la mañana siguiente. El cielo lavado y gris me recordaba tu partida.
Te pensé mil veces mal nacido, como tu padre. Eras una copia exacta de mí
excepto en una cosa: tu destino de dañarme. Como él en su día me dejaste sola y
muerta. Tus ojos amoratados, tu piel pálida y fría… y el acre y nauseabundo
olor de la muerte…
Lloré durante un día entero mientras la
vecina se ocupaba de todo. Te enterramos en una cajita de madera en un lugar
olvidado y clavamos allí una cruz de piedra que hace tiempo se quebró. No me
recuperaré jamás de tu pérdida, querubín.
Hace poco tiempo apareció él en las calles
del pueblo. Desmejorado y vacío, la mujer que me lo arrebató lo había
desplumado, decían algunos. Supe que estaba enfermo, moribundo. Dicen que murió
aquella noche sin saberlo, la noche en que volaste de mi lado, querubín. Nunca
supo que habías nacido, pues nunca supo de tu existencia, pero tu partida de
este mundo le arrebató algo que no creía poseer.
Me repuse de tu muerte tiempo después e
hice lo que creí correcto. Nunca me planteé acercarme a los abismos y zanjar mi
sufrimiento. Y como un yugo muy pesado proclamé a los cuatro vientos mi nombre
marchito, Adamae, que con fría paradoja me recordaba la desdicha de mi vida
frágil.
Me acusaron de mala madre porque lo soy.
Me pintaron de bruja y miserable porque lo soy. De mi han dicho que soy puta,
que soy honrada, que soy alegre y triste a la vez. Desde tu partida, pequeño
querubín, verdad y mentira se toman de la mano en un baile interminable de
piernas suaves y carnes prietas, danza de senos desnudos y brillos, y babeantes
hombres que pierden la vergüenza ante ellas, las mujeres jóvenes que les
embrujan sin darse cuenta.
El día de tu muerte lo perdí todo. Hasta
mi vida. Pues el día de tu muerte la madre feliz murió. Pero nació, fuerte y
segura, Adamae.
*NOTA DEL AUTOR: Este relato resultó finalista en el Certamen de Relato Corto Fergutson en Septiembre de 2009, siendo publicado pocos meses más tarde por esa editorial dentro del recopilatorio "Las Vacaciones del Detective". Este fue el primer boceto del relato, que se puede consultar completo y corregido en dicho volumen.
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