Algunos de esos textos secretos son absurdos, están mal escritos... o simplemente pertenecen al pasado más remoto, cuando la escritura no era para mí más que una válvula de escape a una realidad encorsetada y ausente.
Ahora quiero compartir con vosotros, bajo la etiqueta "Archivos Secretos", algunos de esos textos...
He aquí el primero de ellos.
PRÓLOGO de "EL SECRETO DE LOS WARREN"
Póster promocional que yo mismo realicé al terminar de escribir la novela. |
El reloj
de pared acariciaba la llegada de la medianoche. En las calles la tormenta se precipitaba sin tregua. Había llovido de forma
incesante durante los últimos días, dejando el cielo totalmente encapotado. Ni rayos
de sol ni noches estrelladas, tan solo nubarrones oscuros y negros. Aquella noche, en
cambio, la luna llena conseguía filtrar levemente su pálida penumbra llenando las calles,
los tejados, los jardines y las copas de los árboles de un resplandor extraño,
cubriéndolo todo con un halo de misterio. Tras la cortina de lluvia, tras el vidrio frío, ella
lo contemplaba todo.
Con sus
desgastados dedos, desgarrados por el correr de los años, acariciaba la superficie de aquel cristal sucio y viejo. Desde
la ventana contemplaba el agua de lluvia encharcando su jardín descuidado. Como siempre
que llueve, Clemence Warren siente una melancolía que la inunda por completo. No le
gusta la lluvia y nunca le ha gustado, pues le parece fría, malvada, extraña. Una señal
de la proximidad de los males del mundo.
Deja
caer su frente contra el cristal con cuidado, sintiendo el frío de la noche en
la carne trémula. Siente el agotamiento poseyéndola,
invitándola a abandonarse a su particular seducción. Apoyada contra la ventana contempla
el pasar de los días y las horas. Sabía que el momento estaba cerca. Así lo había
creído siempre y en aquel preciso momento no tenía motivos para creer lo
contrario.
A sus sesenta y dos años, Clemence Warren se
mantenía joven y despierta, con una salud envidiable. Si bien era cierto que en los
últimos meses su salud se había resentido un poco, no era nada excesivamente grave. Su vida
no había sido fácil y hasta cierto punto, mantenerse en tan buen estado resultaba
casi milagroso. Tenía unos intensos ojos azules, que se habían aclarado por el paso de los
años y por las lágrimas derramadas. Su rostro, aunque surcado por gruesas arrugas llenas
de la sabiduría del tiempo y la
experiencia, era de una juventud extraña,
sonrosado y luminoso, con facciones de dolor y pena, pero también rasgos de alegría y felicidad.
Sus
labios levemente palidecidos por el pasar del tiempo eran finos y mantenían una sonrisa perpetua que no obstante, permitía
adivinar cierto deje de tristeza y leves notas de dolor. Clemence era una anciana adorable,
sencilla. Su cabello apenas presentaba canas y aún mantenía el brillante color pajizo de
su juventud. No estaba gorda ni delgada, sino regia. Tenía las carnes en su
sitio, como si por su cuerpo no hubiese pasado el tiempo. No era una aburrida anciana
siempre encerrada en casa haciendo calceta, sino una mujer jovial y alegre.
Bajo la
tenue luz de la luna, antes de acostarse a descansar, solía mirarse al espejo.
Era consciente de la benevolencia de los años y aún
así en los últimos días se sentía vieja y deteriorada.
“Ya no
soy aquella hermosa jovencita… Ya no siento miradas de deseo rodeándome. Los años pasan, las horas mueren…”
Apoyada
contra el cristal observaba el incesante caer del agua de lluvia. La luna comenzaba a adivinarse tras los nubarrones
negros. Clemence se sentía insignificante en aquel momento. Siempre que observaba la
inmensidad de la noche sentía la poca importancia que tenemos en este mundo y una
extraña sensación le encogía el estómago y conseguía erizarle los pelos de la nuca.
“No
somos más que juguetes en manos de quienquiera que nos observa desde ahí arriba”, pensaba a menudo, cuando la melancolía
le llenaba el alma de las penas y los recuerdos más amargos.
Un dolor
en el pecho la había acompañado durante todo el día. Tal vez no era un dolor, tal vez era una sensación de desamparo.
Sabía lo que se avecinaba, pero temía no estar preparada. ¿Realmente era el momento?
Llovía,
llovía sin cesar.
Clemence
Warren ha vivido mucho y muy intensamente. Ha reído y ha llorado, y ha luchado duramente por su propio bienestar y el
bienestar de aquellos que la han rodeado. A sus espaldas cargaba con recuerdos difíciles
y dolorosos, también alegres y hermosos. Y aunque no tenga que arrepentirse de
ningún aspecto de su vida y su pasado, sí hay errores que rectificar y muchas
cosas que debe enmendar. Ningún momento mejor que aquel.
Sesenta
y dos largos años, y ahora el tiempo apremia. Ahora el tiempo se agota, lo presiente, sabe que es así. Las horas corren en
su contra. Y eso la llena de un profundo temor.
Acaricia
con cierto cariño el cristal y se deja llevar, arrastrada por los recuerdos.
Con los ojos entrecerrados, suspira. Luego contempla
la luna llena, que va venciendo muy poco a poco los nubarrones y se muestra en todo
su esplendor, aclarada por el agua. Se la ve tan limpia, tan pura allí arriba, en el
balcón de la noche…
Observando
el cielo creía escuchar las suaves y delicadas notas de un piano. Las masculinas manos de un hombre acariciaban el
tacto de las teclas blancas y negras mientras ella, sentada en una butaca de
terciopelo rojo, se sentía relajada y feliz. Con las piernas cruzadas, tamborileaba en sus jóvenes
rodillas mientras movía rítmicamente la pierna suspendida en el aire.
Entonces
cerró los ojos y se dejó llevar por aquellas melodías, por el agridulce sabor de los recuerdos. Recuerdos que la llevaron
volando hasta aquel pequeño pueblo donde había sido infinitamente feliz. Podía aspirar el
delicado aroma de varias decenas de rosas rojas, esparcidas a los pies del piano de
cola y por todo el entarimado de madera oscura y brillante, impecable. El suave tacto del
terciopelo, el cariñoso oleaje de aquellos sonidos divinos.
La mano
de un hombre apuesto tomó su mano y ella se dejó arrastrar hasta aquel entarimado. Un tango entonaba ahora el pianista y
ella se dejaba manejar, bailando con el apuesto caballero. A su cuerpo se ceñía un
hermoso vestido color perla y unos carísimos zapatos blancos. Era joven, sensual.
Una seductora. Bailando aquel tango, se sentía flotar.
Ya no
esta apoyada contra la ventana. Ahora Clemence baila sola, con el viento como acompañante y el tintineante golpear de la lluvia
en el cristal como melodía. La tenue luz de la tímida luna la rodea.
-Smith…
– susurra la anciana al viento, susurra la joven al oído de su acompañante.
El
apuesto caballero ceñía la estrecha cintura de aquella joven Clemence con su
mano, una mano de tacto rudo y fuerte. Su respiración
emanaba deseo. Su mirada recorría el inmaculado y hermoso rostro de Clemence, un
rostro sin arrugas ni surcos trazados por lágrimas de dolor. Era un hombre viril, elegantemente
vestido con pajarita y chaleco, con fajín de plata y chaqué. Peinado su cabello
oscuro a un lado, interesante su sonrisa.
Y
Clemence bailaba. Bailaba sola, sin apuestos hombres ni talentosos pianistas.
Sola en su triste soledad. Solamente la acompañaba un
recuerdo frío. Bajó las manos, abrió sus ojos y de pronto se sintió desdichada. Estaba
sola. Su apuesto bailarín no estaba, no había melodías de piano, ni madera oscura y
brillante. No se respiraba más que la humedad y la vejez del final de los días. Solo
está ella, con la lluvia y la claridad de una luna amenazante que se cierne sobre su débil
cuerpo viejo, agarrotado.
Se
acercó a un espejo y comprobó que las arrugas habían regresado a su anciano
rostro. Y con ellas, el pesar de las lágrimas de
desgarrado dolor. Se acarició las mejillas,
deteniéndose en las arrugas más profundas y
descendiendo, alcanzó sus rugosos labios
antaño suaves y delicados. Besándose la yema de
los dedos, dejó caer los brazos a
ambos lados de su cuerpo.
Entrecortada
se tornó su respiración, frías como el acero se volvieron sus lágrimas. Su mano derecha acudió a reconfortar su corazón
cansado. El momento llega, lo sabe. Se deja caer de rodillas. Su último pensamiento será
para ella, su pequeña… Pero todavía no, debe resistir el tiempo suficiente. Debe
hacerlo, debe lograrlo.
A
tientas logra levantarse. La lluvia golpea con más fuerza la ventana. La luna
se alza ya en lo alto, imponiéndose sobre las negras
nubes de tormenta. Los ojos se le nublan, sus claros ojos azules se tornan vidriosos.
“Dios
mío, apiádate de mi alma… Toda mi vida he seguido tu senda… permíteme cumplir mi voluntad una última vez… no me
arrastres todavía a tu lado… todavía no…”
Sentada
ante un escritorio de fornida madera de roble, garabatea aprisa en un papel en blanco. Debe terminar esa carta que había dejado
a medias. Solo una vela ilumina sus palabras. Se detiene, pues el pulso le falla,
apenas puede sujetar el bolígrafo. Se va, lo presiente. No sabe bien cómo, escribe el último
de sus deseos. Su firma se rompe cuando su rostro golpea la madera, cayendo sobre
el papel. Los vidriosos ojos bien abiertos. Sin miedo ni dolor. Solo una enorme
satisfacción se adivina en su rostro.
Ahora
puede volar libre. Se ha cumplido el destino. Todo ha terminado, ya no hay dolor ni miedo. Clemence Warren ha muerto con una
sonrisa en los labios, pues ha cumplido su cometido, al fin sus errores podrán
ser enmendados.
En la
calle, ha dejado de llover.
Nota sobre el Texto: "El Secreto de los Warren" es por el momento la novela más larga que he escrito. Casi 500 folios que narran la densa historia de una familia y un secreto que llega a la siguiente generación a modo de carta. Escrita entre los 14 y los 16 años, solo existe una copia -en papel- que contiene diversos errores tanto de estructura y redacción como de argumento. Comparto el prólog (y solo el prólogo) porque la novela y la historia me enamoraron en su momento y es una asignatura pendiente para mí el reescribir y corregir esta novela para hacerla digna. Espero que os guste... tomando en consideración que ese texto lleva intacto y sin correcciones desde hace más de diez años.
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