4 de septiembre de 2011

La Noche en que lo Mataron - Archivos Secretos 002


Un nuevo relato rescatado de mis Archivos Secretos...
Un pequeño relato, copiado y pegado aquí tal cuál había sido escrito (desconozco la fecha).

LA NOCHE EN QUE LO MATARON.

El filo aceroso de una navaja cortaba el viento la noche en que mataron a Nicolás.
En pleno mes de octubre, avanzado ya el otoño, los crímenes se amontonaban en la mesa del inspector de policía, un hombre rudo, fuerte y con cara de perro llamado Ramírez. La resolución de aquellos crímenes era sencilla: errores garrafales de los asesinos, huellas y documentación evidenciaban la respuesta a cada uno de los enigmas de los casos.
Aquel crimen, en cambio, era diferente.
Nicolás Garrido era un hombre decente: buen esposo, buen padre. Mantenía discretas relaciones con sus subordinados, siempre cordiales. Pese a la inmensa fortuna que amasaba tras los muros de su inquietante mansión no era un hombre huraño: cedía mensualmente grandes sumas de dinero a causas benéficas, apoyaba las iniciativas locales dirigidas a mejorar la vida de los más desfavorecidos… Nicolás Garrido no tenía enemigos reconocidos. Tal vez algún que otro individuo le tuviese envidia pero era imposible odiarle. Y si no era imposible, era realmente difícil.
Aquella noche, el inspector Ramírez se había acostado temprano. Su mujer estaba de vacaciones en casa de su hermana viuda, en Suiza. En la soledad fría de la noche, sentía inquietud. Luego pensó que aquella extraña sensación que lo había acompañado durante todo el día era un aviso, una especie de premonición. Cuando el teléfono lo despertó a las cinco de la mañana, supo que algo grave había sucedido.
Salió de casa diez minutos después con el estridente sonido de la sirena martilleándole en los oídos. De pronto le dolía terriblemente la cabeza.
Al llegar al parque principal, donde se había cometido el crimen, Ramírez se tomó una pastilla especialmente eficaz en otros casos, pero temía que aquella noche ningún medicamento sería suficiente.
Al encontrar frente a frente el suceso, el dolor de cabeza aumentó considerablemente. Prácticamente irreconocible bajo una espesa capa de sangre, yacía Nicolás Garrido con una grotesca mueca de terror en la cara.
-No tenemos nada, absolutamente nada, que ayude a solucionar el caso –indicaba tres horas más tarde uno de sus ayudantes–. Hemos rastreado el cuerpo, los alrededores del parque… todo, pero no hay nada: ni arma homicida, ni ningún rastro fiable. Es un misterio.
El Inspector Ramírez no creía en los misterios. Para él cualquiera de esas cosas sin explicación aparente eran cosas sin estudiar a fondo. Tenía que llegar a una resolución y pronto. La noticia no había llegado a los medios de comunicación pero tal y como estaban las cosas, pronto todo el mundo se preguntaría dónde estaba el señor Garrido. 
Tras meses de investigaciones nada había cambiado. No existían sospechosos, no había pruebas. Todo parecía indicar que Nicolás Garrido había estado en el lugar y el momento equivocados.
Hasta que apareció ella.
Nadie sabía de su existencia. Su mujer mucho menos. Pero un año después del crimen apareció en la ciudad una mujer excesivamente hermosa: larga melena rubia y ensortijada, grandes ojos verdes, piel morena. Su rostro parecía cincelado por ángeles y su cuerpo por el mismísimo Lucifer, pues era la viva imagen del pecado. Se llamaba Helena, como la gran dama de Troya.
Helena aparecía en varias cartas del fallecido como una amiga de la infancia. Aquello era imposible, pues Nicolás Garrido tenía más de cincuenta años y aquella mujer no llegaba a los treinta. Había caído del cielo. El inspector se aplicó excesivamente en aquel caso hasta el punto de terminar con su delicado matrimonio.
-He sido yo –fueron las únicas palabras que pudo sonsacarle a la lasciva mujer, días después de que tratase de seducirle–. Pero ningún juez va a castigarme. Tengo mis armas, señor Ramírez.
-Inspector –gruñó malhumorado.
-Inspector –repitió Helena de Troya–. Puede perseguirme cuanto quiera, pero no me sucederá nada. Le diré lo que pasará: usted me culpará pero nunca encontrará una sola prueba. Alegaré que soy una cabeza de turco, una tirita sobre la herida aún abierta. Y usted, viéndome en libertad, no antes, morirá como él.
Apenas cuatro meses más tarde, el Inspector de policía Morales recibió una llamada en su teléfono móvil. Era medianoche. Con el sonido de la sirena acariciándole los tímpanos, llegó al parque principal del pueblo. Allí, irreconocible bajo una capa de sangre, estaba el Inspector Ramírez con el rostro desencajado en una grotesca mueca de terror.
Helena de Troya, en cambio, se había esfumado. Era libre.
Por ahora.

Nota sobre el relato: La historia arriba escrita es un esbozo de una secreta pasión, nacida tras leer varias de las novelas de la gran Agatha Christie, especialmente "Asesinato en el Orient Express", una novela que me marcó de forma indefinible. Es un coqueteo con la "novela negra", con las historias de detectives y femme fatales que ya he tratado en algún que otro artículo del blog. 

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