El
filo aceroso de una navaja cortaba el viento la noche en que mataron a Nicolás.
En pleno mes
de octubre, avanzado ya el otoño, los crímenes se amontonaban en la mesa del
inspector de policía, un hombre rudo, fuerte y con cara de perro llamado
Ramírez. La resolución de aquellos crímenes era sencilla: errores garrafales de
los asesinos, huellas y documentación evidenciaban la respuesta a cada uno de
los enigmas de los casos.
Aquel crimen,
en cambio, era diferente.
Nicolás Garrido
era un hombre decente: buen esposo, buen padre. Mantenía discretas relaciones
con sus subordinados, siempre cordiales. Pese a la inmensa fortuna que amasaba
tras los muros de su inquietante mansión no era un hombre huraño: cedía
mensualmente grandes sumas de dinero a causas benéficas, apoyaba las
iniciativas locales dirigidas a mejorar la vida de los más desfavorecidos…
Nicolás Garrido no tenía enemigos reconocidos. Tal vez algún que otro individuo
le tuviese envidia pero era imposible odiarle. Y si no era imposible, era
realmente difícil.
Aquella noche,
el inspector Ramírez se había acostado temprano. Su mujer estaba de vacaciones
en casa de su hermana viuda, en Suiza. En la soledad fría de la noche, sentía
inquietud. Luego pensó que aquella extraña sensación que lo había acompañado
durante todo el día era un aviso, una especie de premonición. Cuando el
teléfono lo despertó a las cinco de la mañana, supo que algo grave había
sucedido.
Salió de casa
diez minutos después con el estridente sonido de la sirena martilleándole en
los oídos. De pronto le dolía terriblemente la cabeza.
Al llegar al
parque principal, donde se había cometido el crimen, Ramírez se tomó una
pastilla especialmente eficaz en otros casos, pero temía que aquella noche
ningún medicamento sería suficiente.
Al encontrar
frente a frente el suceso, el dolor de cabeza aumentó considerablemente.
Prácticamente irreconocible bajo una espesa capa de sangre, yacía Nicolás
Garrido con una grotesca mueca de terror en la cara.
-No tenemos
nada, absolutamente nada, que ayude a solucionar el caso –indicaba tres horas
más tarde uno de sus ayudantes–. Hemos rastreado el cuerpo, los alrededores
del parque… todo, pero no hay nada: ni arma homicida, ni ningún rastro fiable.
Es un misterio.
El Inspector
Ramírez no creía en los misterios. Para él cualquiera de esas cosas sin
explicación aparente eran cosas sin estudiar a fondo. Tenía que llegar a una
resolución y pronto. La noticia no había llegado a los medios de comunicación
pero tal y como estaban las cosas, pronto todo el mundo se preguntaría dónde
estaba el señor Garrido.
Tras meses de
investigaciones nada había cambiado. No existían sospechosos, no había pruebas.
Todo parecía indicar que Nicolás Garrido había estado en el lugar y el momento equivocados.
Hasta que
apareció ella.
Nadie sabía de
su existencia. Su mujer mucho menos. Pero un año después del crimen apareció en
la ciudad una mujer excesivamente hermosa: larga melena rubia y ensortijada,
grandes ojos verdes, piel morena. Su rostro parecía cincelado por ángeles y su
cuerpo por el mismísimo Lucifer, pues era la viva imagen del pecado. Se llamaba
Helena, como la gran dama de Troya.
Helena
aparecía en varias cartas del fallecido como una amiga de la infancia. Aquello
era imposible, pues Nicolás Garrido tenía más de cincuenta años y aquella mujer
no llegaba a los treinta. Había caído del cielo. El inspector se aplicó
excesivamente en aquel caso hasta el punto de terminar con su delicado
matrimonio.
-He sido yo –fueron las únicas palabras que pudo sonsacarle a la lasciva mujer, días después
de que tratase de seducirle–. Pero ningún juez va a castigarme. Tengo mis
armas, señor Ramírez.
-Inspector –gruñó malhumorado.
-Inspector –repitió Helena de Troya–. Puede perseguirme cuanto quiera, pero no me sucederá
nada. Le diré lo que pasará: usted me culpará pero nunca encontrará una sola
prueba. Alegaré que soy una cabeza de turco, una tirita sobre la herida aún
abierta. Y usted, viéndome en libertad, no antes, morirá como él.
Apenas cuatro
meses más tarde, el Inspector de policía Morales recibió una llamada en su
teléfono móvil. Era medianoche. Con el sonido de la sirena acariciándole los
tímpanos, llegó al parque principal del pueblo. Allí, irreconocible bajo una
capa de sangre, estaba el Inspector Ramírez con el rostro desencajado en una grotesca
mueca de terror.
Helena de
Troya, en cambio, se había esfumado. Era libre.
Por ahora.
Nota sobre el relato: La historia arriba escrita es un esbozo de una secreta pasión, nacida tras leer varias de las novelas de la gran Agatha Christie, especialmente "Asesinato en el Orient Express", una novela que me marcó de forma indefinible. Es un coqueteo con la "novela negra", con las historias de detectives y femme fatales que ya he tratado en algún que otro artículo del blog.
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