2 de julio de 2011

El juego de la llave

Carta nautica del Mediterraneo. 1707.
Cuenta una antigua leyenda la historia de un escritor cuyo corazón, herido de muerte, albergaba en su interior la esencia misma de su propia existencia. Aquel escritor herido había sido largo tiempo perseguido y, sabiéndose perdido en los designios de su propia realidad, conjuró un largo hechizo que habría de protegerlo eternamente.
Al borde mismo de la muerte, el escritor encontró en una selva perdido de cualquier perdido mundo, una tribu de duendes, y ellos le ayudaron en su cometido. El escritor elaboró una pesada llave de oro, con empuñadura de cristales y esencia de plata, la llave misma de su corazón. Los duendes le otorgaron a la llave el poder de la tierra, la fuerza del sol, la pureza del agua y la frescura del viento. En aquella llave, grabaron unas palabras hoy olvidadas, que solo podrán ser leídas por aquel que cumpla los requisitos para portarla.
La llave fue guardada por los duendes en un cofre tallado en diamante. Era un cofre pequeño, pero más fuerte y resistente que el acero, y no podía ser abierto por la fuerza. Ni tirándolo al suelo, ni golpeándolo, ni forzando su cerradura. Aquel cofre de diamante, que permitía admirar el resplandor de la llave, solo se abría al contacto de la piel, pero había de ser ésta una piel pura, sin maldad latiendo debajo, con amor en las venas y bondad en el corazón. Y solo ante él, se abriría el cofre.
El escritor se llevó aquel cofre y lo guardó en el centro mismo de una isla desierta.
Más allá de la playa, la isla se extendía por todas partes en un árido desierto cuyas temperaturas resultaban insoportables. No había sombras en aquel desierto, ni se conocía oasis alguno. El desierto debía ser atravesado caminando, pues no había animales que cabalgar, todos morían en la primera jornada de viaje, y se necesitaban al menos siete para alcanzar el final. El agua de las cantimploras se evaporaba y ni siquiera el sudor de los hombres resistía su extremada aridez.
Siete días caminando eran necesarios para alcanzar el corazón vivo de la isla. No había palmeras y cocos, tan solo una selva cuya espesura resultaba infranqueable. La vegetación se apretaba formando muros que rodeaban a aquel que osase adentrarse en la selva. Plantas carnívoras devoraban a los infieles, lazos conjurados por el mismo demonio amordazaban y estrujaban a los malvados, y tan solo aquel destinado a llegar al centro podía abrirse paso lentamente, nunca usando la fuerza de las armas o el calor del fuego, sino armado con su propia valentía y su buena fe.
Superada la espesura de la selva, el expedicionario habría de encontrar una torre, en cuya habitación más alta se encontraba el cofre entre cojines de terciopelo, rodeado por tesoros de valor incalculable. Mas un campo de espinos le separaría de la torre, una yerma extensión de afilados pinchos que se clavaban en la piel rezumando venenos, paralizándole hasta hacerle caer presa del olvido y la sinrazón. Sin embargo, aquel destinado a alcanzar la torre vería aquellos espinos secarse, sus puntas derretidas, y en sus tallos crecerían rosas rojas.
Alcanzada la torre, el expedicionario osaría subir las escaleras, y se encontraría con una hechicera de negro vestida, portando en sus manos un callado y un caldero del que el hombre, agotado por la travesía, se atrevería a beber. Y así, olvidaría su aventura y sin saber cómo se encontraría de regreso en su mundo. Mas al hombre destinado a abrir el cofre, la hechicera le entregaría un paño blanco y en el caldero hallaría agua fresca de rocío, no para beber, mas para limpiar sus manos y así, poder abrir el cofre alcanzada la cima.
La isla desierta se encontraba perdida en un mar de turbulentas aguas, dominadas por sanguinarios piratas con patas de palo y parches en los ojos, que abordaban los barcos desconocidos espada en mano, rasgando cuellos y clavando puñales y flechas en los corazones envenenados. Aquellos que escapaban de los piratas se enfrentaban a oscuras aguas plagadas de extraños monstruos que destrozaban los barcos, y sirenas de belleza etérea y cabellos irisados, que sorbían la vida y destrozaban el alma en mil pedazos, dejando los cuerpos secos a merced de las tempestades.
En las tierras conocidas, el escritor herido dibujó un mapa en un fragmento de pergamino. En aquel mapa se explicaba todo esto, disuadiendo a los impuros para que desistiesen de tales hazañas, animando a todo aquel que se creyese digno merecedor de tales riquezas. En aquel mapa, el escritor cifró algunos mensajes que solo uno entre todos ellos podría descifrar. Y para hacerlo más difícil, dividió el pergamino en cuatro partes iguales y las repartió a cuatro caballeros mudos, sordos y ciegos. A lomos de veloces corceles de piel negra, los cuatro jinetes se alejaron hacia puntos cardinales diferentes, y cada uno de ellos depositó su parte del mapa en un punto diferente del mundo. Y solo ellos, los cuatro jinetes, sabían dónde se hallaba su mitad del mapa, mas ninguno podría saberlo a ciencia cierta, y tan solo podría haber desvelado el paradero de su fragmento, por lo que los cuatro secretos se encontraban a salvo.
Finalmente, agotado por tal hazaña, el escritor herido se dejó caer en un lecho de sábanas negras y almohadones de plumas, en una pequeña cabaña de roble en mitad de un bosque oscuro y allí, bajo el cuidado de una bruja y dos guardianes, cayó rendido en la inmensidad de su propio hechizo. Y, cerrando los ojos, esperó la llegada del caballero de ardiente armadura que sería capaz de atravesar mares embravecidos plagados de corsarios y bestias, áridos desiertos y majestuosas selvas, e incluso sobrevivir a la muerte de los afilados espinos y la verborrea de una hechicera.
Y habiendo realizado tal aventura, habría de encontrar el camino a su cabaña y, con la llave en una mano, le despertaría de su sueño para convertirse en el dueño único... de su corazón.

No hay comentarios: