7 de noviembre de 2010

Su propio silencio

Le habían enseñado a mantenerse en silencio, el valor de la discreción... pero él había malinterpretado todas aquellas difíciles lecciones. Quisieron protegerle y, sin apenas darse cuenta, le habían puesto una mordaza en los labios y cuerdas en las manos y los pies. Inmóvil, veía cómo su vida pasaba ante sus ojos sin la capacidad de reaccionar, de correr... o simplemente dar aquel paso hacia delante que deseaba (porque lo deseaba) y que podía cambiar el rumbo de su propia historia. 
Toda su vida había sido capaz de escribir cualquier cosa, desde la más tierna de las cartas al más fogoso relato. Cuentos infantiles y novelas de terror salían del don de la palabra que poseía. Y sin embargo...
¿Por qué le resultaría tan difícil hablar? ¿Por qué no podía ser tan sencillo como escribir? Escribiendo era él mismo. Sobre el papel podía confesar cualquier secreto, decir cualquier cosa, expresar sus sentimientos, desvelar sus deseos... Fuera de él, en el mundo real, las palabras se detenían en su garganta y el valor de desvanecía como la tinta en el agua corriente de un río caudaloso. Su voz menguaba, sus palabras morían antes de alcanzar la madurez y con ellas, arrastraban cualquier posibilidad de ser feliz que el escritor triste encontraba en su camino de piedra dura. 
Y en silencio, su propio silencio, un silencio del dolor nacido, alimentado por el miedo, se hundía cada vez más en su mismo pozo, en una espiral de incertidumbres y posibles que nunca llegaban a buen puerto. Pues en silencio, el escritor triste veía pasar su vida. 

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