Toda su vida había sido capaz de escribir cualquier cosa, desde la más tierna de las cartas al más fogoso relato. Cuentos infantiles y novelas de terror salían del don de la palabra que poseía. Y sin embargo...
¿Por qué le resultaría tan difícil hablar? ¿Por qué no podía ser tan sencillo como escribir? Escribiendo era él mismo. Sobre el papel podía confesar cualquier secreto, decir cualquier cosa, expresar sus sentimientos, desvelar sus deseos... Fuera de él, en el mundo real, las palabras se detenían en su garganta y el valor de desvanecía como la tinta en el agua corriente de un río caudaloso. Su voz menguaba, sus palabras morían antes de alcanzar la madurez y con ellas, arrastraban cualquier posibilidad de ser feliz que el escritor triste encontraba en su camino de piedra dura.
Y en silencio, su propio silencio, un silencio del dolor nacido, alimentado por el miedo, se hundía cada vez más en su mismo pozo, en una espiral de incertidumbres y posibles que nunca llegaban a buen puerto. Pues en silencio, el escritor triste veía pasar su vida.
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